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Cuarto Deslizamiento, por Álvaro Bisama

Columna de opinión:

Cuarto Deslizamiento, por Álvaro Bisama

Publicado el 04/06/2014
Álvaro Bisama nos entrega su cuarto Deslizamiento. Esta vez nos habla sobre Raúl Ruiz.

El sonido del pasado

Por Álvaro Bisama

Me gusta cómo suenan las voces de los personajes de las viejas películas chilenas de Raúl Ruiz. Gran parte de lo que digo está resumido en la violencia física y verbal con la que cierra "Tres tristes tigres" o en las voces que se cuelan como murmullos en el infierno lleno de bares de "Nadie dijo nada" o en el monólogo del profesor Maturana en "Palomita blanca", que agarra una clase de altura literaria que la novela de Lafourcade no va a poder coger jamás. "Bueno niñitas, todo lo que he estado diciendo hasta este momento es hasta por ahí nomás porque, la verdad de las cosas, la realidad es una cosa bastante diferente", dice el profesor y quizás con eso resume su discurso delirante (pero por alguna razón, poblado de realidad), una marea de asociaciones e ideas que son los escombros de otros discursos y que Ruiz deja a la vista, desnudos en la pantalla, inevitables y excéntricos.

Algo de esto está en "Poética del cine" (2000), que es más una serie de de preguntas sobre qué significa narrar antes que un manual de cinematografía. Siempre me he preguntado sobre el lugar del que viene la inteligencia de Ruiz y siempre me ha parecido difícil responderlo, como si él -sus películas, su escritura, sus entrevistas- perteneciesen a una especie de orden perdido del que él es el último representante. Ese orden descansa en la oralidad de sus cintas, en esa habla chilena contradictoria y que es disparada hacia adelante sin remisión, retorcida siempre sobre sí misma. Ruiz es un testigo e inventor de esa lengua, que coge al vuelo como si se tratase de un registro aunque en realidad es un artificio, una suerte de cuento chino, de paradoja. Cito a Ruiz: "A uno de nosotros, paseando un día por la calle San Diego, en Santiago de Chile, y al pasar ante una sala de cine, le vienen ganas de entrar en ella. No hay nadie en la boletería que le venda una entrada, ninguna cinta se anuncia en el afiche, pero desde afuera se escuchan los efectos sonoros de una película de guerra, así como los compases de una música familiar, índices claros de que al interior tiene lugar una proyección. Nuestro amigo entra para no salir nunca más de allí. Tan realista es la película, que nuestro camarada no tendrá jamás la certeza de haberla dejado. Hablo, se entiende, de un film total, el cual no estaría dirigido sólo a la vista y al oído, sino a todos los sentidos: olfato, tacto, gusto. Unas minúsculas contracciones musculares darían a pensar que corremos, saltamos o que acariciamos el cuerpo de una mujer que amamos, mientras que una vaga salivación bastaría para mimar el apetito. El paso del tiempo sería difícil de apreciar: los instantes serían eternos, los minutos prolongarían su duración, las horas transcurrirían laboriosamente, los días desfilarían, los meses correrían y los años volarían (cito, por supuesto, al poeta Nicanor Parra)".

Por lo mismo, a ratos me pregunto qué trataba de captar Ruiz con sus cintas. "Tres tigres tigres" está dedicada a Joaquín Edwards Bello, Parra y al Colo Colo y, en sus primeros minutos, alguien le indica a una dirección a un chofer. Esa dirección es una línea torcida que cruza la ciudad de Santiago, pero también un modo de describirlo: la cinta sucede en tiempos de espera, en departamentos de paso y bares y fondas, en una ciudad que está filmada sin ningún deseo de representación. La película es, por ende, otra línea torcida. No es raro. En el fondo la cinta está construida sobre los murmullos que habitan el tiempo muerto, sobre conversaciones vacías, sobre un humor sin destinatario alguno. Hay algo de valentía en ese gesto porque es una epopeya del aburrimiento, un surrealismo dejado a la intemperie, podrido en la realidad. Nada hay de documental en la cinta pero es eso lo que sobrevive de ella, a la deriva de cualquier interpretación formal. Quizás la memoria del pasado, antes que de imágenes, esté compuesta de esas voces falsas, de esa literatura perfecta que Ruiz inventó haciendo hablar a sus personajes. Esa literatura está hecha del sonido del pasado que corresponde a un acento perdido o un eco suelto; es una lengua mascullada como un susurro. Ahí, la oralidad es el verdadero país inventado de la cinta, un territorio singular, una frontera que se atraviesa y que, antes de ser traslúcida, se exhibe como es el más peligroso de los bosques.