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Libros como restos mortales

Columna de Álvaro Bisama:

Libros como restos mortales

Publicado el 16/10/2014
De Quimantú o Alianza, de Cortázar o London, no importa de dónde o de quién, los libros de esa casa en la playa eran para Álvaro Bisama como fósiles de otra época.

Hueso

Cuando era niño o adolescente a veces veraneaba unos días en Loncura, cerca de Quintero, en una playa larga que se llenaba de gente que hacía windsurf. La casa era del papá de un amigo de mis padres, un señor que era director de un colegio donde yo después trabajé, pero que también había sido librero en los setenta. Esa casa era grande y quedaba a metros de mar, cuyo oleaje se sentía en las noches como una respiración pausada que terminaba suspendida en el aire. Una respiración que contenía el resto de las respiraciones de los que estábamos en la casa, que nos acostumbrábamos a ella.

El living del lugar estaba lleno de estanterías con libros de editorial Quimantú y, creo, algunos textos de editorial Alianza. Muchos de esos volúmenes estaban repetidos, sobre todo esa colección de minilibros pequeñísimos donde habían cuentos de Cortázar y Jack London, o esa colección donde podía caber la antología de cuentos de bandidos que había hecho Enrique Lihn o esa versión abreviada del "Decamerón" de Bocaccio. No recuerdo haber leído ningún libro en particular pero sí el hecho de mirar esos estantes tratando de entender la lógica de esa biblioteca perdida. No había ninguna. Los libros habían sobrevivido al golpe de estado y en realidad, esa casa en la playa les servía como una bodega terminal. ¿Quiénes los leían? No lo sé. Me imagino que los visitantes de la casa, invitados diversos que cogían alguno y se tumbaban en la arena a leerlo y esperaban que la tarde terminase, que la playa quedara vacía y se prendieran algunas fogatas. No sé qué podían pensar de ellos, pero a veces me preguntaba cuál había sido el camino que esos libros habían recorrido para llegar hasta ahí, atravesando las décadas y sobreviviendo a un olvido que podía ser literario pero que en realidad correspondía al imperio del tiempo, al peso de la historia, a la sombra que el pasado proyectaba sobre quiénes estábamos en esa casa de madera.

A veces, trato de recordar el crujido del piso de esa casa, el color del óxido de las cerraduras que el aire marino había devorado, el modo extraño que tiene la madera de envejecer frente al mar, quedándose seca, perdiendo espesor, como si en un momento se volviese hueca. A veces también, creo que lo mismo pasaba con los libros, como si el envejecimiento del papel los hiciera volverse más livianos. No sé si eso sucede realmente, pero no puedo dejar de pensar en que en un momento el papel dejaba de ser papel y se convertía en algo parecido a una osamenta, como si la cercanía con la playa les hiciese a esos libros lo mismo que el mar hacía con la madera: la fuerza de las olas limaba toda aspereza, pudriéndolos, pero también cambiándolos, volviéndolos otra cosa.

Creo, que lo que pasaba en esa casa de madera era la explicitación de algo que a veces intuyo y que me parece sorpresivo o atroz, algo que también es maravilloso: los libros son huesos. Esa vieja biblioteca confusa y perdida de los setenta había sobrevivido en la playa como el recuerdo de otra era, de algo que ahora nos parece imposible de creer. Había sobrevivido a la violencia y a extinción. Pero los libros seguían ahí, todos fósiles inesperados de un mundo perdido, como pedazos de cuerpos, de historias, como el mármol de un mausoleo involuntario. Los libros no estaban escondidos, seguían en la misma posición año tras año. Quintero, que quedaba un par de kilómetros al sur era solo un punto de referencia lejano, un montón de luces que podían ser cualquier cosa. En la casa, los libros se habían vuelto invisibles, habían desaparecido a la vista de todos. Los libros eran las ánimas de esa casa encantada. Los libros eran fantasmas. Repito: los libros eran huesos.